Cuando nos duele algo, nos sentimos mal o nos herimos en una parte de nuestro cuerpo, estamos acostumbrados a acudir a nuestro médico con el firme convencimiento de que nos va a curar y nos va a liberar de ese malestar que nos agobia con algún medicamento, dejándonos en el estado en el que estábamos anteriormente.
Pero, ¿qué pasa cuando nos diagnostican a nosotros mismos, a un hermano, a nuestra madre o nuestro padre, o incluso a un amigo íntimo una enfermedad o trastorno neurológico?.
El impacto de la noticia nos deja sumidos en el desconcierto, la impotencia, la angustia, haciendo que se nos venga el mundo encima. Nos podemos sentir como si un cowboy nos hubiera echado el lazo a toda la familia y nos apretara hasta asfixiamos. Nos sentimos todos golpeados, como si la mayor o menor estabilidad familiar se rompiera en mil pedazos y un caos de sentimientos revulsivos nos inundara a todos. Es casi como si nos comunicaran la noticia de un fallecimiento, o como si todos nos hubiéramos metido en la misma pesadilla, de la cual no pudiéramos despertar.
Después de pasar por todo ese torbellino de emociones que acompañan al estado de duelo que nos produjo el impacto de la noticia del diagnóstico (estupor e incredulidad, anhelo de que todo se deba a un error o exista una solución milagrosa, negación de que nos pueda tocar a nosotros, rabia por la crueldad, impotencia por la injusticia, frustración hacia nosotros mismos y hacia los demás, desesperanza, indefensión), entramos en un estado de resignación, comenzando a aceptarlo y a hacernos preguntas. ¿Qué podemos esperar?¿ Se acabó todo? …Como reza el dicho popular «mientras haya vida hay esperanza»…pero ¿esperanza de qué?, ¿de curación?: posiblemente no.
Sabemos que hoy por hoy las enfermedades neurodegenerativas como el alzheimer, parkinson, mal de pick, etc… no tienen curación (aunque estén muy avanzadas las investigaciones actuales); que es un trastorno degenerativo de las células del cerebro, progresivo e irreversible, que acabará con nuestra/su memoria, nuestra/su capacidad de racionamiento y juicio y ya al final con nuestras/sus capacidades funcionales, y que su evolución (por mucho que logremos enlentecerla) va a seguir las mismas etapas o estadios. Pero también sabemos que hay variaciones individuales en esta evolución que dependen de múltiples factores (genéticos, socio-culturales, médicos, personales), y en gran medida del estilo de vida y del enfoque que se le dé a ésta, tanto el enfermo como su familia y los profesionales que le traten, y que cada cual va a vivir esta evolución con sus rasgos particulares.
De las últimas investigaciones en terapia farmacológica, podemos aprovechar unos medicamentos, que, aunque no tienen la misma eficacia para todos los afectados de enfermedades neurológicas, retardan la progresión de esta dolencia.
Otra dato que conocemos para frenar el deterioro, es que cuanto más se utilicen las capacidades físicas y mentales del paciente, más tiempo conservará su calidad de vida y las habilidades adquiridas antes de que apareciera la enfermedad. Para eso están las terapias de psicoestimulación. Mediante la estimulación cognitiva (de la memoria reciente y remota, del razonamiento y de la orientación a la realidad) y la musicoterapia, conservaremos las funciones cognitivas que aún no haya perdido así como la comunicación con su entorno y el tono anímico. Mediante la estimulación de la psicomotricidad, mantendremos el reconocimiento del propio cuerpo, la lateralidad y la coordinación psicomotriz.
Pero todas estas terapias solamente son eficaces en los primeros estadíos de la enfermedad, cuando el deterioro cognitivo aún es leve o moderado. Por eso es tan importante el diagnóstico precoz, que dada la forma insidiosa de aparición, tiene que ser diferencial con otras dolencias o trastornos, como depresión, pérdida de memoria asociada a la edad u otras enfermedades neurológicas.
También sabemos que lo único seguro que sujeta al enfermo a la realidad es el afecto. Aunque en las últimas etapas no lo demuestre, en parte porque se hayan limitados sus movimientos, su capacidad funcional y de expresión, sí es capaz de sentirlo. A pesar del progresivo deterioro de las funciones cognitivas, la capacidad afectiva no se pierde; el cariño es lo único que sujeta al enfermo a su familia y a su entorno; es lo que mantiene la comunicación, aunque sólo sea afectiva. Con el afecto vamos a seguir manteniendo su hilo conductor y vamos a facilitar también la efectividad de los tratamientos y las terapias.
Entonces ¿qué podernos hacer? Pues de momento centrarnos en el día a día, en el presente, ocupándonos de seguir disfrutando del afecto y de las cosas pequeñas y cotidianas que aún compartimos; tal vez de vivir (de manera más consciente) cada minuto de cada día con esa persona afectada de un trastorno neurológico, o con nuestros familiares y amigos (en el caso de que seamos nosotros los afectados), aprovechándolo hasta el último sorbo. Si nos pararnos a pensar, incluso respecto a la muerte de cada uno, nadie sabe cuándo ni cómo nos ocurrirá.
Pero a la vez mirando hacia el futuro de una forma efectiva y práctica. William Shakespeare dijo: «los hombres sabios y felices no se entretienen nunca en lamentar sus pérdidas, sino que buscan con fuerza y entusiasmo cómo reparar los golpes de la mala fortuna». Así pues deberemos informarnos detallada y exhaustivamente (sobre esta enfermedad y sus fases o estadíos y los factores que influyen en su evolución, las precauciones a tomar con el enfermo, con nosotros mismos y con nuestra casa, y las necesidades asistenciales y de tratamiento, centros asistenciales, etc.), organizarnos y planificarnos de una manera práctica y ahorrando esfuerzos, físicos y psíquicos, que nos van a ser muy útiles en las últimas fases de la enfermedad, en caso de que sea degenerativa como el alzheimer, demencia frontotemporal…
Y por supuesto, dentro de esta planificación no olvidarnos nunca de las personas que cuidamos del enfermo; y pluralizo «personas» porque el cuidado de estos seres queridos no debería recaer sobre una sola persona.
Tener siempre presente que cuidar de uno mismo significa compartir el cuidado de ese ser querido; en la misma medida en que es vital que entendamos las necesidades del enfermo, debemos entender las nuestras propias.
Debemos identificar nuestros sentimientos, no negarlos, para poder sobreponerse a éstos y a la situación, y reservar y distribuir energías que puede que se necesiten dentro de unos años que en el período siguiente al diagnóstico. Y por supuesto compartir estos sentimientos tanto con familiares como con amigos, evitando tanto nuestro aislamiento como el del enfermo.
Lo que sentimos depende en gran medida de la manera subjetiva de enfocar los sucesos y las expectativas que albergamos acerca de ellos, y cada cual tiene su manera particular y subjetiva de hacerlo. Esto quiere decir que no todos sentimos lo mismo respecto al mismo suceso, y consecuentemente no podemos vaticinar o adelantar quién va a querer o no compartir esta nueva forma de vivir con nosotros, o participar de nuestros sentimientos o nuestras preocupaciones.
Desde luego que si nos aislamos de antemano, sí; pero eso sólo está en nuestra mano, ya que, como todo lo que pensamos y hacemos es un puro y duro ejercicio de voluntad.
Publicado: Enero. 2011 nº5