Desde hace más de tres años, trabajo con personas dementes. He aprendido a sumergirme en su mundo y a vivir con ellos durante un período de tiempo, y a veces es duro y doloroso, pero también divertido en otras ocasiones.
A veces ocurre que te atraen su desesperanza, su miedo, y con todo esto te estas enfrentando a tus propios temores. He aprendido a no asumir este temor a la hora de volver a casa. He aprendido también que la sola idea de no poder quitarse la ropa por la noche, que otra persona la puso por la mañana, puede estropear el día, porque no se acuerdan de que habrá alguien para ayudarles por la noche. He visto lo desconcertante que puede ser, que todo lo que el cerebro ha almacenado durante años, se pierda de repente, todo se vuelva un lío sin lógica, sin sentido.
Leí en algún sitio que para nosotros sería como si saltáramos al siglo XXI, en el que las cosas no funcionan como ahora, por lo que nosotros también estaríamos perturbados. En una palabra, es difícil para nosotros, con nuestras ideas y reacciones lógicas, imaginar el caos en que viven las personas dementes, y, además, cada uno en su propio mundo, donde podemos entrar siendo alguien del colegio, o alguien del pueblo: Aprendí también a cambiar de mundo y a tornarlo todo muy en serio.
A menudo nosotros, los profesionales, somos para ellos una tabla a la cual se agarran para mantener el contacto con el mundo real. Pero… ésta es mi profesión, por la noche cuando entro en casa, me ducho, me ‘ lavo» mis preocupaciones del trabajo y entro en mi vida privada… He aprendido también que es importante hablar con otras personas sobre el trabajo y también sobre otras cosas… si no el miedo de que podría pasarnos a nosotros, de que no podríamos salir de ese mundo, nos atenaza.
He aprendido a conocer a estas personas, en el momento que llegan al centro, con sus problemas de demencia. Yo no espero nada de ellos. Veo lo que son capaces de hacer e intento mantenerlo. Estoy contenta si la señora que tricotaba, aunque no puede hacer un jersey complicado, consigue hacer un chal perfecto… o la buena ama de casa, quehizo todo en su cocina, me indica cómo pelar las verduras, aunque ya no sepa cocinarlas.
Naturalmente, veo el punto de vista de las familias. El dolor que les causa la perturbación de un ser querido, la desesperación debida a los cambios, el no querer admitirlos, la dificultad de ver lo
que el enfermo puede y lo que no puede hacer. Tenemos a veces dificultades para comprender, porque nosotros estamos más centrados en él que en su entorno. Para mí era así… hasta el año pasado cuando mi madre, después de un accidente de mi padre, se perturbó de repente. Nosotros, mi hermana, mi hermano y yo, estábamos preocupados e impacientes. Su estado mejoró un
poco, fue una situación estresante para ella, a sus 82 años, saber que su marido estaba grave.
Pero después que mi padre se curara, su perturbación siguió; no pudo hacer sus creps, que ella adoraba hacer, cogía un kilo de harina para dos personas, dejaba la placa eléctrica encendida, de modo que mi padre comenzó a ocuparse de la cocina, cosa que nunca había hecho. Me encantaba cuando él la dejaba preparar el desayuno, para darle satisfacción. Todo transcurría como yo lo había vivido a menudo con la distanciación profesional, la búsqueda eterna de algo, las permanentes repeticiones. Qué triste fue cuando me contó que el neurólogo había dicho que era estúpida, había discusiones entre los hermanos, acerca de cómo explicar a nuestro padre de que no diera importancia a sus errores, que no guardara su bolso delante de ella –una falta total de confianza–, como ella me confesó después.
Las charlas con mi padre, dándole consejos, la ayuda que podía recibir, prever un internamiento en un centro de día, etc., ¡yo lo sé! Era tan duro verles sufrir a los dos.
Ella… sufría por la impaciencia y el mal humor de su marido, lo que la volvía todavía más insegura de sí misma, el hecho de ser dependiente de alguien para desplazarse en coche, esa persona que ella creía que tenía que pagar, tenía siempre el dinero listo.
El… del cambio de su mujer, que no fue nunca muy desenvuelta, esto le molestaba desde siempre, y el miedo de estar encerrado en casa, él que tenía por costumbre tener» que salir de vez en cuando para hacer sus cosas. Podría enumerar tantas cosas en este equilibrado matrimonio, que funcionaba más o menos bien con sus pequeñas
peculiaridades. Pero, de repente, nada es como antes. Puedo comprenderlo, lo difícil que es tener, por ejemplo, que llamar a un centro de día para información, o peor, informarse de centros
de cuidados, porque jamás se había planteado ese problema antes.
Yo misma llevo muy mal el ver que ella no comprende su pérdida de memoria, ella que me cuenta todavía lo que acaba de leer en un libro. Pero su concentración no es suficiente para relacionarse
con la teoría. Entre los momentos de preocupaciones y la realidad que la concierne, también había buenos momentos, que no quiero esconder.
Tuve largas charlas con mi padre, como hacía mucho tiempo que no ocurría. Mostraba su debilidad, que nunca antes había mostrado por su papel de padre distante. Mi madre en su perturbación había alcanzado una serenidad filosófica frente al mundo exterior, cuyos males se echaba encima, cuando estaba deprimida.
Es feliz con las pequeñas cosas.
Camilla (hija) Vivencias Familiares
Editado por la Fundación Alzheimer España.Publicado en el nº 0 de la revista Asociación Familiares Alzheimer Asturias-AFA